martes, 11 de agosto de 2009

La Madre María Pierina, llamada por sus padres Josefina Francisca María, nace en Milán el 11 de septiembre de 1890.
Como tantas veces sucede en las familias católicas, (el caso más similar es el de Sta. Teresita del Niño Jesús de la Santa Faz) también en la suya la vocación religiosa fue compartida por varios hermanos. En primer lugar, el hermano mayor, Ricardo, se consagra sacerdote cuando ella tiene 9 años. Al año siguiente, su hermana Angelina, ingresa en el convento de las Sacramentinas.
Luego lo hará su hermana María, como religiosa ursulina. Precisamente en esta última ceremonia de toma de hábito es cuando ella siente el llamado al estado religioso. Tenía entonces 19 años. El paso se concreta el 15 de octubre de 1913, fiesta de Sta. Teresa de Jesús. Con 23 años ingresa a la Congregación de las Hijas de la Inmaculada Concepción de Buenos Aires, que era una pequeña comunidad recientemente fundada por la Madre Eufrasia Iaconis.
Desde el día de su ingreso a la comunidad, guarda una amistad profunda y verdadero sentimiento filial hacia la Madre Estanislada, que será su maestra, superiora y siempre confidente. Así lo muestran las doce cartas que se han conservado, fruto de una singular comunión. Entre 1919 y 1921 la Madre Pierina visita nuestro país: es sólo un breve paréntesis antes de asumir cargos de gran responsabilidad que afronta con total dedicación a pesar de su precaria salud.
Definitivamente en Italia, es elegida Superiora de la Casa de Milán en 1928, Superiora de la Casa de Roma en 1939 y, diez años después, Superiora Regional.
En el desempeño de sus tareas demuestra que es una mujer sumamente capaz, de una personalidad avasallante, con una actividad afiebrada, que sabe conjugar siempre con una intensa vida interior. Finalmente, después de innumerables fatigas nunca evitadas, llega el "no puedo más". Cuando la Segunda Guerra Mundial apenas había terminado y Roma estaba ocupada por las tropas de los aliados, el 26 de julio de 1945 en Centonara D’Artó, a los 55 años, bendiciendo a sus Hermanas y con los ojos fijos en el Divino Rostro, muere esta Hija de la Inmaculada, que según tantos testimonios fue una persona serena, dulce, afable, dueña de sí misma en todo su comportamiento, siempre sensible para percibir los problemas ajenos, y también confiada para buscar su solución.
Pero, más allá de los datos biográficos, hay muchos motivos por los que se puede decir que esta Hermana, la de los anteojos oscuros –cuya imagen nos recibe todos los días en el monitor del hall de entrada del Colegio- fue una mujer extraordinaria. Su santidad, que espera la proclamación oficial de la Iglesia, es sin duda el principal. Ella ha sido el primer fruto ostensible –las primicias- con que esta Congregación ha embellecido a la Esposa de Cristo. Pero para comprender el modo cómo la Madre Pierina –hoy Sierva de Dios- dejó hacer a la gracia y la gracia obró maravillas, es necesario asociarla a la misión por la que dio su vida.
Como toda misión comenzó con un gran amor, y continuó sostenida y alimentada por ese mismo amor. Pero, ¿cuál fue el tesoro donde la Madre Pierina tuvo puesto y clavado el corazón, por más que resultase herido?
¿Qué afán consumió tanto sus días como también sus noches? ¿ Qué cosa esperó con la lámpara encendida de su abnegación, mil veces sacudida por el Enemigo? Mejor dicho, ¿Por quién perdió la vida sin buscar ganarla a cambio? La respuesta se puede resumir en tres palabras; con ellas se explica el secreto de su ejemplaridad, de su virtud o su santidad. Tres palabras que repetía como programa de vida, y que ella no dejó de asentar en sus cartas y en su diario en forma constante.
La Madre Pierina hizo cuanto hizo en su corta vida, aceptando el dolor y el sufrimiento interiores en grado superlativo, sin dejar traslucir a sus queridas hijitas y Hnas. otra cosa que una sonrisa cordial o una ayuda eficaz, todo... por Jesús. Una única preocupación como un fuego interior la consumía: dar a Jesús, donar a Jesús, porque Jesús es todo.
Pero si éste es el compromiso que asume cualquier bautizado cuando promete renunciar a Satanás, a sus pompas y a sus obras y entregarse a Jesucristo por siempre jamás, si éste es el recto orden del amor que se deja traslucir en la vida de aquél que cumple con los mandamientos de la ley de Dios, ¿por qué consideramos heroica la respuesta de la Madre Pierina? En una extensa carta que la Madre Pierina escribió al Papa Pío XII brota una piedad apasionada: Humildemente confieso que siento una gran devoción por el Divino Rostro de Jesús, devoción que me parece que me la infundió el mismo Jesús. Tenía doce anos cuando un viernes santo esperaba en mi Parroquia mi turno para besar el crucifijo, cuando una voz clara me dijo: ¿Nadie me da un beso de amor en el rostro para reparar el beso de Judas? En mi inocencia de niña, creí que todos habían escuchado la voz, y sentía pena viendo que la gente continuaba besando las llagas y ninguno pensaba besarlo en el Rostro. Te doy yo Jesús el beso de amor, ten paciencia, y llegado el momento le estampé un fuerte beso en la cara con el ardor de mi corazón. Era feliz pensando que Jesús, ya contento, no tendría más pena. Desde aquel día el primer beso al crucifijo era a su Divino Rostro y muchas veces los labios rehusaban separarse porque me sentía fuertemente retenida.
La experiencia se repite cuando tiene 25 años, pero con otros prodigios: En la noche del jueves al viernes santo de 1915, mientras rezaba ante el crucifijo en la Capilla de mi Noviciado, sentí que me decían: "bésame". Lo hice y mis labios en vez de apoyarse sobre un rostro de yeso, sintieron el contacto con Jesús. ¿ Qué pasó? Me es imposible decirlo.
Cuando la Superiora me llamó era ya de mañana, sentía el corazón lleno de las penas y deseos de Jesús; deseaba reparar las ofensas que recibió su Smo. Rostro en la pasión y las que recibe en el Smo. Sacramento.
En este mismo Colegio, el nuestro, sucede otra aparición cinco anos después: En 1920, el 12 de abril me encontraba en Bs.As. en la Casa Madre. Tenía una gran amargura en el corazón. Fuí a la Iglesia y prorrumpí en llanto lamentándome con Jesús. Se me presentó con el Rostro ensangrentado y con una expresión de dolor tal que conmovería a cualquiera. Con una ternura que jamás olvidaré me dijo: "Y Yo, qué he hecho?"
Comprendí… y a partir de ese día el Divino Rostro se convirtió en mi libro de meditación, la puerta de entrada a su Corazón... De tanto en tanto, en los anos siguientes –continúa la carta- se me aparecía ya triste, ya ensangrentado, comunicándome sus penas y pidiéndome reparación y sufrimientos, llamándome a inmolarme ocultamente por la salvación de las almas.
Entre 1920 y 1940, fecha en que data esta carta, el pedido de Nuestro Señor se sucede en reiteradas apariciones: "Quiero que mi Rostro, que refleja las penas más íntimas, el dolor y el amor de mi Corazón, sea más honrado. Quien me contempla, me consuela" La Madre Pierina, que es siempre la fiel confidente, se hace portavoz de este ruego y, poco a poco, la devoción al Divino Rostro se va consolidando de un modo concreto gracias a la intervención milagrosa de la Sma. Virgen, que ordena y dispone: un escapulario, una medalla, los medios para costearla, y una fiesta después del martes de quincuagésima para honrar la Santa Faz.
Mientras tanto continúa la entrega o la inmolación oculta de la Madre Pierina. Como lo describe en su diario el día 5 de septiembre de 1942: Anoche en la Capilla le dije a Jesús: Jesús quiero ser tu gloria y tu alegría. Y Jesús me respondió. "Ven. Te necesito. Hoy he buscado el gozo en tantos corazones y me fue negado". Dime Jesús: ¿Qué debo hacer para suplir los rechazos que tuviste? Jesús, envuelto en ternura, me respondió. "¿Quieres gozar las dulzuras de la unión conmigo o sentir la pena de mi corazón por los pecados de los hombres?
Lo que Tú quieras, Jesús. Y mi alma instantáneamente participó del dolor de su corazón, dolor imposible de traducir en palabras. Jamás, como en ese instante, comprendí qué cosa era el pecado... Oh, Jesús! Que no te ofenda yo jamás... repara por mí, por los otros, como quieras... Tómamelo todo!
Cuando volví en mí, se había cumplido el tiempo y me dispuse a retirarme. Entonces Jesús me dijo: "¡Quédate un poco más conmigo! ¡Ya me dejas solo…!" Al responderle yo que había pasado el tiempo que me indicara mi director espiritual, su Rostro se iluminó. "He aquí mi gloria! –me dijo- ¡La obediencia!
En fin, está a la vista de Uds., el ciento por uno que redituó el corazón de esta hermana humilde, callada, obediente, pobre, siempre bien dispuesta y entrega«a los demás, que sólo tuvo una pasión para revivir en carne propia, la de Jesús, es decir, sufrir con Él la abyección del mal cometido por los hombres -como en la noche del Huerto-, aceptar siempre la Voluntad de Dios -como acto de obediencia reparadora-, desterrar la más leve sombra de pecado, aunque fuese venial - como la Virgen Inmaculada, su Madre Celeste-, y contemplar cuál es la anchura, la profundidad y la longura del más grande misterio de amor manifestado en el Divino Rostro de Cristo Jesús.
Su virtud: el recto orden del amor. Ese hoy nos toca imitar, si queremos que un día el Señor nos muestre su Rostro, el del Corazón que tanto amó a los hombres. Pero la historia de una pasión es siempre, a la vez, una lección que debemos aprender los que no somos ni fríos ni calientes, los que también como ella podemos decir: "Compruebo día a día que soy una nada, más que una nada, una miseria" (Diario, noviembre de 1938).
Quiera Dios que, con su ejemplo, continuemos descubriendo que esta nada y esta miseria, en las manos de María, y con María perdida en el Corazón de Jesús, puede aspirar a una gran santidad (ibid.), para llegar a la misma convicción de que si un alma santa da mayor gloria a Dios que un millón de almas comunes, yo tengo la obligación de hacerme santa, no por mí, sino por la mayor gloria de Dios (ibid.). Ella, con su resolución, trazó esta vida ejemplar que hemos celebrado, porque sólo ella se animó a elegir: Sí, Padre, lo quiero, a cualquier costo, quiero ser la Santa de la Gloria de Dios, en la humildad, en la ocultación, en la sostenida e incondicional adhesión al querer divino, en el confiado abandono en Dios y en la Obediencia.
El Getsemaní y el Tubernáculo serán mi residencia. Sor Pierina debe desaparecer para dejar en sí misma el lugar a su Jesús (ibid.)...que es todo.